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ÚLTIMA POESÍA ESPAÑOLA

 

Las nuevas escrituras

 

 

por JUAN CARLOS SUÑÉN

 

 

 

Extraído de

 

 

POESIA SEMPRE – Revista Semestral de Poesia.  ANO 4 – NÚMERO 7 – JULHO 1996.  Rio de Janeiro: Fundação Biblioteca Nacional, Ministério da Cultura, Departamento Nacional do Livro, 1996.   Ex. bibl. Antonio Miranda

 

 

 

 

    Si la intención de escapar a la que no pocos vivían ya como asfixiante presencia de las propuestas novísimas (collage intercultural, poesía de lenguaje, poema como cristalización intelectual) se advertía, a comienzos de la década de los ochenta, por la casi constante apari­ción de antologías — ninguna lo bastante sólida, aunque todas, eso sí, pretendidamente fundacionales —, ha sido sin embargo un solo libro el que ha terminado por quedar en la memoria crítica como emblema de una transición hacia horizontes más abiertos.

    De una chica de provincias que se vino a vivir en un Chagall, de Blanca Andréu (1956), ganó el premio Adonais en 1980. El libro imponía su marea sobre el desfilar de la década precedente, ofrecía — frente a la estricta cristalización novísima, aunque sin renegar tampoco de sus logros — un saludable deshielo. Parecía, en efecto, que la escritura poética comenza­ba a abrirse hacia una restitución de la pluralidad, hacia una nueva poesía sin etiquetas. Esa sensación, sin embargo, duró muy poco.

 

  Coincidiendo con la tercera edición del libro de Andréu, Luis García Montero (1958) publi­caba El jardín extranjero (1983), también premio Adonais; poco después, junto a Alvaro Salvador y a Javier Egea, formaba el primer núcleo de lo que luego se convirtió rápidamente en la tendencia dominante de la poesía española más joven: la "poesía de la experiencia". Sostenidos por una constante apelación al sentido común y acompañados menos que ocasionalmente por un endeble discurso crítico, los poetas de la experiencia basan su progra­ma estético en una sola pretensión que resumiré enseguida: abolición de la modernidad. En efecto, propugnan un lenguaje convencionalmente comprensible, predican la circunstancialidad y vacuidad de las vanguardias y la inutilidad de la experimentación; se muestran contrarios a cualquier forma de originalidad o creatividad en el arte y decididamente figurativos, apelan constantemente a la repetición y al realismo más ingenuo — al acomodado en la experiencia socialmente armonizada — para desacreditar cualquier discurso distinto — desde libros como el de Andréu hasta movimientos históricos o escuelas de pensamiento de insoslayable respon­sabilidad en la construcción de la modernidad — tachándolo de "galimatías", "insulto al lector", etc.. Decididos, en fin, a libramos de una vez por todas de todos aquellos errores y perversiones a los que, en su opinión — desde Mallarmé a Tapies, pasando por Celan, Kandinsky o de Kooning, Blanchot o Stockhausen —, los artistas modernos nos han inducido.

 

    La marcada tendencia crítica a detectar semejanzas para, luego, elaborar con ellas filtros de lectura capaces de excluir de lo "taxonómicamente correcto" cualquier producto que no lo pase, no contribuyó precisamente a devolver a la creación poética las cuotas de riesgo y diversidad que alimentan a la verdadera creación.

    En el momento que este artículo se escribe el panorama, sin embargo, es ya — afortunada-mente — otro. Y aunque los poetas de la experiencia han mantenido su pequeño magisterio a lo largo de casi diez años, son ya muchos los críticos dispuestos a encontrar, fuera de los límites de un principio de uniformidad tan arbitrario como cualquier otro, una estética pluralista y capaz de caracterizar a cada poeta individualmente, desde el trabajo de la lectura de unos textos no etiquetados previamente. Pocos son, en efecto, los que no dan ya muestras de agotamiento en esa extraña carrera de paso atrás: El propio García Montero, Carlos Marzal (1961), el más atento a la norma de respeto a las formas clásicas, también el que mejor las domina, o Felipe Benítez Reyes (1960) son, tal vez, los únicos que parecen aún capaces de superar los estrechos y anacrónicos límites que su propia tendencia les impone sin desmarcarse del todo de su defensa, llevando su obra un poco más allá de lo que la coherencia les permitiría (aunque sin perturbar nunca seriamente a la conciencia ordinaria). En cualquier caso, El jardín extranjero, es todavía una lectura necesaria para comprender el período al que venimos refiriéndonos.

 

    Pero he hablado de una nueva forma de abordar la crítica. Críticos comer Miguel Casado, Antonio Ortega, Salustiano Martín, Víctor García de la Concha, el grupo Alicia Bajo Cero, José María Guelbenzu, Carlos Piera, Pedro Provencio, etc.. han ido a lo largo de los últimos cinco años imponiendo la evidencia de un panorama mucho más abierto y rico, menos crispado y más crítico de lo que hasta ahora tendía a verse reflejado en los pequeños manuales provisionales del período. Así, descubrimos que el controvertido discurso de la tendencia dominante había contribuido a enmascarar la presencia de un puñado de autores que, sin formar grupo alguno, han ido, desde el ochenta hasta aquí, construyendo una obra de importancia más que notable. Escrituras todas ellas comprometidas en situar al lector — sin negaciones irracionales del pasado — en una alternativa activa frente al significado, perturbando más que gratificando su experiencia, y comprometidas con el lenguaje y con la historia desde la conciencia de que una gran mayoría de los problemas, contradicciones y tensiones que motivaron la gran explosión intelectual de la modernidad siguen aún ahí.

 

        No es posible citar todos los nombres, como no lo es aún jerarquizar su influencia, Pedro Casariego Córdoba (1955, 1993), por ejemplo, publica en 1983 su libro Maquillaje, un extenso poema fragmentario y desquiciado, imbuido en la atmósfera de los mundos artificiales y las tribus modernas, cuya progresión narrativa ofrecía una respuesta a la difícil cuestión de dar cuenta de un presente en descomposición constante. El libro supuso una conmoción intensa, pero pasajera. Lo que cabe decir también de los de algunos otros poetas que. por esas fechas, comienzan a dar señales de vida en ediciones por lo general periféricas y a menudo marginales. De entre ellos, sin embargo, irían, poco a poco, surgiendo las que hoy son, sin duda, las más importantes voces de la poesía española última. Me refiero a autores como Esperanza López Parada (1962), Olvido García Valdés (1950), Ildefonso Rodríguez (1952), Concha García (1956), Menchu Gutiérrez (1957), Miguel Suárez (1951), José Carlos Cataño (1954), Jorge Riechmann (1962), Miguel Casado (1954) o Juan Carlos Mestre (1957). Me detendré, tan sólo, en algunos de ellos.

 

 

CONCHA GARCÍA

 

        Tras cerrar la trilogía compuesta por Otra Ley (1987), Ya nada es rito (1988) y Desdén (1990), Concha García entregó un cuarto libro — Pormenor— en 1993 que cierra/liquida (en un más difícil todavía ejercicio de desmitificación) la creación poética de una personalidad que ha adquirido ya. sin duda, el carácter de una presencia real. El libro de compone como desde la otra cara de una moneda que, completa, nos ofrece el dibujo de una rebeldía nacida de la inteligencia. Concha García (que luego ganaría, con el recientísimo Ayer y calles. El premio Gil de Biedma) viene logrando algo nada fácil de conseguir: crear una voz. Una voz, una imagen y un ambiente que han pasado, en ya cinco libros, a constituirse en verdadero lenguaje adquirido para un puñado ele fieles y exigente lectores. La suya es, en definitiva, una de las voces más marcadamente autónomas y sugerentes del momento, pero también una de las más implacables con la realidad.

 

 

JOSÉ CARLOS CATAÑO

 

        José Carlos Cataño, publicó en 1990 El cónsul del Mar del Norte. He dicho en otro lugar que Cataño se revela en este libro como uno de los más prometedores autores del momento. El texto se ordena en largas tiradas versiculares (episodios) donde la prosodia se hace más libre, se trasciende en favor de una riqueza de sugerencias que nace del movimiento mismo del lenguaje, pero también de una tensión dispuesta siempre a brillar en el interior de cada escena ("Todo es oscuro hasta donde la lengua alcanza"). Es una pena que el autor parezca poco interesado en continuar por este camino.

 

 

ILDEFONSO RODRÍGUEZ

       

    Ildefonso Rodríguez, que con su Triste estación de las vendimias ganaba en 1988 el premio Fray Bemardino Sahagún y que con su último Mis animales obligatorios acaba de obtener el premio Alberti), es un ejemplo de ese respeto al lector que se traduce en la implicación de su inteligencia en la construcción del poema. Como ha señalado Antonio Ortega1: "La ausencia de resortes lógicos claros, de emociones deterministas o de flujos temporales" son exigencias dirigidas a un lector que debe ser capaz de sortear el escepticismo del discurso, de trabajar (guiado, pero nunca prejuicioso) con él. El resultado, por cierto, es de una sobrecogedora tensión, invitándonos al riesgo de no admitir categorías diferenciadoras entre la vida del sueño y la de la vigilia, la vibración del deseo y la vibración de la música; invitándonos en suma a ese territorio de la conciencia donde, como señalara ya Paul Celan, "quien dice verdad, dice oscuridad".

 

 

JORGE RIECHMANN

 

     Desde su Cántico de la erosión, que ganara el premio Hiperión en 1987, la de Jorge Riechmann no ha dejado de ser voz crítica, singular y radical, que suena suave y seguramente a un tiempo; y que lo hace desde la casa de la propia experiencia, pero señalando siempre, en los lugares de su mismo dolor, las grietas de un sistema más destructivo allí donde más débil. A través de la impostura calmada pero inamovible de ese yo, el lector presiente el temblor, la reverberación de un horizonte que, finalmente, nos concierne a todos: nada, ni la verdad misma (que a su manera también puede hacer esclavos) escapa a la ironía de ese-hablante que se quiere libre de cualquier dogmatismo aún a costa de reconocerse fatalmente vencido; como si el fracaso no fuese más que el precio (no demasiado caro finalmente) de ese otro poder capaz de desconcertar a la propia muerte: la libertad. Riechmann ha ganado en el 93 el premio Feria del Libro de Madrid, con El corte bajo la piel.

 

 

MIGUEL CASADO

 

    Miguel Casado, que obtuviera (junto a Riechmann) el premio Hiperión en 1987 con su libro Inventario, ha sido sin duda uno de los críticos literarios que más ha hecho por abordar la comprensión del período desde el análisis real de los textos, cuestionando siempre las cómodas pero ineficaces catalogaciones previas. Con la aparición, no obstante, de su último libro (Falso movimiento) en 1993, Miguel Casado demuestra ser él mismo un poeta de excepcional solidez y coherencia. El hombre es mostrado allí a través de una sucesión de fragmentos entre cuyos huecos la realidad se ofrece a la construcción de eso que llamamos nuestro yo. La mirada del poeta se posa sobre la materia interiorizándola, apropiándose de ella, volviéndo la garantía de resistencia: arma, pero también diálogo. El libro todo cumple el requisito que Coleridge pedía al buen (verdadero) poema: "nada puede complacer permanentemente a no ser que en sí mismo contenga la razón por la cual es así, y no de otra manera". Falso movimento lo hace: capaz de implicar al lector en la aventura de advertir, más allá de lo cotidiano, el significado último ( y por qué no decirlo: político) de nuestros gestos. Mirada acción, materia hecha diálogo, la escritura de Casado posee eso que sólo los productos estéticos no solicitados pueden ofrecernos: es necesaria.

 

 

OLVIDO GARCÍA VALDÉS

 

    Olvido García Valdés había comenzado a interesar a la crítica con Exposición, libro que le valió un accésit al premio de poesía Esquío en 1990, pero fue su siguiente entrega, ella, los pájaros2, con la que obtendría el premio Leonor 1993, la que definitivamente la situó entre las más interesantes voces del momento. El libro sorprende por su capacidad para implicarnos en su propuesta de cercanía, de percepción comprometida con la identidad e intimidad de cada objeto tocado más allá de su utilidad.

 

    Y es que el descubrimiento de cuanto nos es ajeno, la extrañeza del mundo, se vuelve en la escritura de García Valdés — de su relación casi compasiva con la naturaleza — conocimiento propio, descubrimiento de sí.

 

 

MIGUEL SUÁREZ

 

     Miguel Suárez obtuvo el premio Hiperión en 1988, con La perseverancia del desaparecido. Libro al que, tras un silencio de seis años, seguiría La voz del cuidado, de 1994. Suárez persigue, siempre (eso sí) con los pies en el suelo, esos raros momentos de duración en los que ser y estar coinciden y se manifiestan a quien se encuentra en disposición de recibirlos. Un paisaje y una lengua es todo lo que entonces se necesita, y el poeta posee ambas cosas. Su mirada es lectura, literalmente, lectura de ese mundo cuya complejidad (manifestándose en lo pequeño, en lo cercano) posee cualidad de mensaje. Para él, la poesía comienza, como pensaba Barthes, justo allí donde el lenguaje convencional fracasa y — por lo mismo — no es nada si no es fruto de una exigencia, de una imperiosa solicitud de sentido. Escritor excepcional, sus versos ofrecen al lector un territorio cálido y perturbador a un tiempo, familiar e inquietante. Resuena en ellos la mejor tradición clásica, pero también las formas tradicionales, el canto chippewa o el cante flamenco, la magia y la ciencia: la realidad, toda (hermosa o cruel, distante o cegadora), al servicio de la delicadeza.

 

 

CARLOS ORTEGA

 

     Accésit del IV premio de poesía Gil de Biedma, La lengua blanda, del vallisoletano Carlos Ortega (1957), a quien conocíamos hasta hoy por su implicación en proyectos como los de la ya desaparecida revista Un ángel más o la aún saludable El signo del gorrión, es un libro escrito bajo la autoridad de esa orfandad que la madurez deposita un día sobre el corazón del hombre. El lugar del padre, deja paso a una ausencia capaz, ya para siempre sin embargo, de dar respuestas tan certeras como de pequeños nos parecieron las de aquel: "me arrojo con la idea / de que me cogerán tus brazos siempre / por una ley de infancia". Y el descubrimiento de que "nada está nunca definitivamente adquirido viene con ella, con la orfandad, para decimos que el consuelo lo ganan quienes no lo buscan, quienes afrontan con humildad la tarea de existir.

 

     Quienes habíamos leído, sueltos, algunos de sus poemas publicados en revistas esperábamos, hacía tiempo, la aparición de un libro que diera a conocer la calidad de la escritura de Carlos Ortega: intensa, cálida y pertinente, inteligente en su serenidad y pudorosa en su emotividad. Así ha sido.

 

    De entre los nombres más recientes es preciso, igualmente, destacar a la ya mencionada Esperanza López Parada, cuyo magnífico Los tres días es un ejemplo de mesura y penetración, de eso que para no pocos es (en suma) lo más importante del poema: la emoción serenamente recordada; también a Vicente Valero (1963), ganador con su Teoría solar del premio juvenil de la Fundación Loewe en 1992. M- Antonia Ortega (1954) es autora de un libro que también es necesario reseñar, El espía de dios, de 1994, su cuarto poemario. Se trata de un texto arriesgado como pocos y con el que no muchos conseguirán entenderse. Poema único, se escribe como si nada existiese antes y nada fuese a existir después de él. Sus concesiones al emotivismo más fácil están llenas de filos y de puntas con óxido. No menos interesantes resultan las propuestas de dos autores muy jóvenes, Enrique Falcón (1968), ganador del Adonais de 1993 con La marcha de 150.000.000, de escritura política y nada tranquilizadora; y Antonio Méndez Rubio (1967), poeta que se muestra más que prometedor en ese su último trabajo: Fugitivo tesoro, de 1994. Y la sorpresa que ha supuesto, muy recientemente, la aparición de Cartas celtas, de Eloísa Otero (León, 1962), un libro que se propone dar forma, a partir de pequeños fragmentos lejanamente epistolares, de un sentimiento que es correlato de una relación singularísima con el mundo (entre lo cotidiano y lo extraño, lo percibido y lo abismado): gesto a la realidad de intensidad tan sólo comparable al silencio.

 

    El panorama se ha vuelto, pues, plural y enriquecedor (desde una vecindad cultural que compromete a todos estos poetas, distintos entre sí, en una misma aventura ética: la de dar cuenta de un mundo marcado por la discontinuidad); contribuyendo además a relecturas de un pasado que la crítica había tendido a recortar un tanto arbitrariamente. Estos poetas traen, por así decirlo, su historia a cuestas, dueño cada uno de su tradición y de su proyecto, y su ya sólida presencia en la literatura española última es un signo inequívoco de renovación, sin duda, pero también de que en poesía, como en las otras artes, se han terminado ya las etiquetas pues, en efecto, no se da cuenta aquí de movimiento o estética alguna, sino de un saludable ambiente en el que es posible reservar, a cada poeta, un espacio entre la coherencia y la autonomía, la sucesión y la revuelta.

 

 

  

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1 La prueba del nueve. Antología de poesía española última. (Cátedra. Madrid. 1994). 2 Sic.

 

Página publicada em janeiro de 2018.


 

 

 
 
 
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